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Mi vida en el campo

Hace unos cuantos meses decidí(mos) dejar atrás la ciudad y mudarnos a un entorno rural. La decisión no fue tanto por la pandemia como por el deseo genuino de cambiar de vida y vivir otra experiencia. En mis entradas con la etiqueta correspondiente hablaré de esta vida campestre. Hasta ahora estoy encantada, pero siempre he sido un ratón de campo. Esta mudanza no es más que un desenlace natural para mí.


Hoy hace sol, pero el número de grados ha descendido y tengo las manos frías y la nariz helada. El 1 de noviembre ha pasado, con la puerta aporreada por niños que no comprenden que no tengas caramelos porque te has olvidado de que esa noche venían. Eres de una generación que celebraba Todos los Santos, no Halloween, por mucho que la primera siempre me haya parecido deprimente. Debo de ser de los pocos que aún disfruta más los huesos de santos que las calabazas llenas de chucherías, y desde luego que no esperen que me disfrace, aunque tampoco que vaya de visita al cementerio. Vivo en ese lugar laico en el que el 1 de noviembre es simplemente festivo nacional.

El cementerio de este pueblo es pequeño, una iglesia antigua medio en ruinas que medio cubre las lápidas apiñadas. La vista desde allí es impresionante, un valle que se extiende hasta el pie de las montañas, al fondo, y los restos de una calzada romana que desciende hasta la carretera. En contra de lo que se podría pensar, más de una vez y dos he visto caminantes, que no senderistas, bajar de forma diligente con la evidente intención de transportarse a golpe de calcetín, y no siempre con el calzado más adecuado. Es este un fenómeno que a mí, como inevitable urbanita que he sido durante muchos años, me llama poderosamente la atención: la frecuencia con que encuentras gente caminando al borde de la carretera entre pueblos, cual peregrinos del Camino de Santiago pero sin mochila, ni concha, ni apenas más equipaje que un sombrero si pega un sol de justicia o un chubasquero si llueve.

Es otoño, y los árboles se han vestido de ocre, algunos desnudándose para dejar sus ropas tiradas sobre la acera. Me recuerda la infancia, cuando me revolcaba sin recato en los montones de hojas secas recogidas en el jardín. Ahora que vivo en la España rural, noto la mordida del frío, más agudo comparado con la ciudad. Me ha dicho un viejo del pueblo esta mañana que se espera nieve en la montañas, las que ves a simple vista con sólo girar la cabeza. Es este un privilegio, el del paisaje, al que no volveré a renunciar.

El pueblo está a muchos metros de altura, ochocientos para ser exactos. Aquí el smartwatch se vuelve loco y desvaría en los cálculos de los pisos que has subido. Hay cinco grados menos de media con respecto a las temperaturas de la ciudad, pero dicen que en invierno se alcanzan once bajo cero, así que tejo una bufanda por lo que pueda pasar.

En un paseo de menos de una hora, suficiente para cubrir el perímetro total del pueblo, he visto perros, gatos, gallinas, caballos, milanos, corzos, ovejas y hasta una cabra. Y rodando en carretera, mochuelos, buitres y zorros. De otros seres menos agradables, como la escolopendra que se deslizó por mi pie desnudo este verano pasado o la araña tamaño centollo que mi chico estampó para que no la viera, prefiero no hablar, aunque tampoco me importan. El otro día tuve que espantar una gallina para sacar el coche del garaje. Esto sí me importa más. No porque la gallina se atravesara en la rampa, sino por mi poca autoridad para echarla. Si ni haciendo aspavientos consigo que se mueva una gallina, no sé qué futuro me espera en esta comunidad.





Patinadora, jurista, escritora aficionada, lectora, amante de la artesanía, hermana, pareja, amiga y humana en manada perruna y clan felino. No necesariamente por ese orden.

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