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Donde no llega Amazon: el nuevo slogan de los viajes de aventura



Una de las cosas que notas cuando te mudas a la España rural es el menor acceso a la amplísima variedad de comercios que tienes en la ciudad. En este mi nuevo pueblo, en concreto hay tres y todos en la misma calle: un mini-Día, una pequeña tienda gourmet y un chino donde, en su línea, puedes encontrar de todo, lo mismo una sartén de inducción, que un pack de bragas, que una bombilla de recambio para el congelador (juro que no sé cómo lo hacen).

 

La cosa llega a tal punto que el día que fuimos al pueblo de al lado, donde tienen un UNIDE un poco más grandecito, nos pareció la undécima maravilla del planeta. Oooooh, tienen Sunny y… oooooh, tiene gel Heno de Pravia y… oooooh, tienen hasta verdura cortada empaquetada en bandeja para hacer sopa juliana… ¡Hala! ¡Y tienen cápsulas Tassimo!

 

Así de rápido se adapta el ser humano. En menos de un mes de suministro limitado pasas de estar acostumbrado a una orgía de ofertas en Carrefour, Hipercor, Alcampo y similar a que un supermercado de pequeño tamaño te parezca el último grito en «groceries», sólo porque tiene tres versiones de tomate frito en lugar del minibrik de Orlando y ya.

 

Por descontado, de comprar online olvídate. Aquí no llega Carrefour, ni Alcampo, de hecho no llega ni el mismísimo Corte Inglés. En todas esas webs probé con el mismo descorazonador mensaje: «no repartimos en tu zona». Que no les culpo, eh. Si yo misma me cuido de llevar el móvil cargado y el depósito de gasolina lleno cuando me muevo a la ciudad, cómo les voy a pedir a esta gente que haga rutas de reparto por carreteras a veces sin arcén, y a veces también sin raya en medio para separar los carriles, para entregar tres pedidos que valen menos que la gasolina que se gastan.

 

En resumen, que aquí no llega nadie.

 

O eso pensaba yo.

 

Un día, al poco de mudarnos, le digo a Mr. Right (mi chico) que oye, necesito una alfombrilla para el gato, que cada vez que usa la arena se lleva los granitos pegados en las patitas y pone el suelo perdido. Y he visto que hay una en Amazon bastante bien de precio. Once euros, para ser exactos.

 

Me mira con cara escéptica.

 

Ya. Si ya lo sé.

 

Pero la verdad, no soy de las que da las cosas por hecho sin comprobarlas.

 

Así que lo pido a Amazon.

 

Buh, y además con entrega Prime. Verás tú.

 

A riesgo de ser pesada, he de resaltar que lo que he pedido es una alfombrilla para gato que deben de comprar como unos veinte dueños de felinos en toda España, no un felpudo para la puerta o una cafetera italiana de las que gastan todos los hogares.

 

Pues al día siguiente, a eso de media mañana, suena el timbre y es el repartidor de Amazon.

 

Con la alfombra para el gato.

 

Que me ha costado once euros.

 

Yo con los ojos como platos y Mr. Right, sin habla.

 

Días más tarde, en esa carretera plagada de curvas, entre colinas hermosas a reventar de corzos, buitres, perdices, milanos y por la noche, también mochuelos, vemos la furgoneta de Amazon llegando donde no llega nadie y se me ocurre un nuevo slogan para empresas de turismo de aventura: donde no llega Amazon.

 

Porque no lo llevo que si no, me quito el sombrero. 

Patinadora, jurista, escritora aficionada, lectora, amante de la artesanía, hermana, pareja, amiga y humana en manada perruna y clan felino. No necesariamente por ese orden.

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