Hace bastante tiempo ya, hablamos de años, tuve un sueño. Todo era blanco y yo iba por una carretera que cruzaba eso, un paisaje blanco donde no había nada, ni edificios, ni árboles, ni personas, nada, sólo una carretera que cruzaba la nada blanca. Iba rodando, no en coche ni en bicicleta ni en moto ni rodando en plan alguien me va empujando con un palito. Rodando en el sentido de avanzar rápido, sin obstáculos, con ligereza, sin la sensación de limitación que te impone dar un paso detrás de otro cuando tienes un largo camino por delante. En seguida llegaba a lo que parecía una gasolinera, un edificio situado a la izquierda de la carretera, al lado de una rotonda. Entraba y ahí ay ya sí señor, ahí de repente volaba. Todo era más blanco todavía, había un espacio enorme y yo me deslizaba a una velocidad increíble, con una sensación de control impresionante y al mismo tiempo otra de no sé cómo describirlo, creo que libertad o liberación es lo que más se le parece.
Estaba patinando.
A
partir de ahí comenzó un ciclo de sueños recurrentes. En algunos repetía la experiencia
de esta pista blanca en medio de la nada por la que me deslizaba a una velocidad
fantástica, siempre con esa sensación de control increíble propio de una experta.
En otros me encontraba con otros patinadores, en medio de terrenos complicados,
empedrados, cuestas, escalones y en todas esas situaciones tenía un control de
los patines espectacular, era capaz de moverme con toda soltura en medio de
cualquier obstáculo. Lo mejor de esos sueños eran las sensaciones, ese control experto
de los patines, la seguridad que eso me transmitía, la maravillosa percepción de
volar sobre el terreno, la libertad.
Lo
curioso de este ciclo de sueños que se inició, como digo, hace unos años, es
que entonces yo ni patinaba ni tenía idea de cómo hacerlo. Algún tiempo antes
de eso, me había apuntado a un curso de iniciación de tres días de patinaje en línea, lo que me
costó una caída tonta y un esguince en la rodilla que tardó bastantes meses en
curar y requirió la intervención del fisio. A partir de ahí cogí miedo y colgué
los patines. Hasta que empezaron los sueños, de una belleza y una insistencia
arrolladoras. Ante lo cual, hice lo que creo que hubiera hecho cualquier mortal
en mi situación: volver a dar clases. Me apunté a otro par de cursos intensivos
y después me matriculé en escuela. De eso hace tres años.
Patinar
es divertido, pero no es fácil y tiene otras connotaciones que he ido
descubriendo a lo largo de estos tres años. No sé cómo será la experiencia de
otros aprendices, pero yo he pasado por momentos duros. Clases a las ocho de la
tarde en un invierno gélido, donde se te duermen las manos del frío mientras te
atas los patines antes de empezar. Frío que te pelas, noches cerradas a veces regadas con culetazos, caídas de bruces o de perfil sobre el muslamen, que de todo hay. Días que te preguntas qué cohone haces ahí cuando podías estar en casa
desconectando del día de trabajo con una infusión calentita en tu casa.
Alumnos aventajados en tu grupo que se pasan el día entrenando fuera de clase y
te hacen sentir que tienes dos pies izquierdos y ninguno de los dos hechos para
un patín. Lumbares dolorosamente contracturadas, porque entre tu técnica
defectuosa y el miedo que tienes de escoñarte vas t’ol rato doblada como un
cuatro. Piernas que te fallan porque no están acostumbradas a ir ligeramente flexionadas
todo el tiempo, ni al peso de los patines ni a que las sometas de repente a la
carga que requieren las diferentes cosas que te van enseñando, después de años
de sólo tener que llevarte andando de un sitio para otro a distancias
razonables.
Dicho
esto, también hay momentos buenos. Sobre todo ese día que haces una cosa que en
tu vida pensaste que serías capaz de hacer. Ese giro que te parecía
imposible, ese patinar de espaldas sin matarte, ese primer salto cayendo de pie
en los patines y no de culo en el asfalto, esa cuesta que hoy desciendes con soltura después de haberte tirado al suelo la primera vez que la bajaste, por puro miedo y falta de control. Esos momentos para mí lo
compensan todo. Es una manera de recordarte que aún puedes crecer y que aunque
te quedan retos por delante, ahora sabes que vas a ser capaz de superarlos
todos.
No
soy partidaria de post en exceso largos, así que supongo que este es el primero
de una serie: De qué hablo cuando hablo de patinar. De momento, baste decir que
no, todavía no vuelo como lo hice en mis sueños, ni tengo el control de experta
que tenía en ellos, pero el patinaje ya es una actividad en mi vida de lo que
no puedo ni quiero prescindir. De mi experiencia con los patines, las cosas que
voy descubriendo de este apasionante mundillo y lo que voy aprendiendo iré
dejando constancia en esta nueva serie. Que no sabía que iba a inaugurarla,
pero mira por dónde. Nos vemos por aquí.
Pues ha sido bastante estimulante. Largo pero con un ritmo literario que se desliza tan bien como los patines sobre el hielo. Con guiño incluido a la novela autobiográfica sobre el footing de Murakami, supongo.
ResponderEliminarNo me veo yo patinando pero te aseguro que me gustaría verme. Lo que más terror me ha producido de tu entrada no han sido las caídas. Han sido los problemas con las lumbares. Fácil, demasiado fácil, que mi cuerpo se rompa por ahí. Tengo tendencia. Saludos
Me alegra que te haya gustado. Con humilde guiño a Murakami incluido, sí. Te entiendo perfectamente. Ese latigazo lumbar cuando te levantas de la silla no se lo deseo a nadie. En el patinaje la carga lumbar se va aligerando a medida que vas mejorando y básicamente, te pones derecho en lugar de ir doblado y tenso como un cable de acero. A mí aún se me cargan bastante de vez en cuando.
EliminarTan poco la entrada es tan larga. Supongo que cuando se aprende a patinar, es como ir en bicicleta, que ya nunca se desaprende.:)
ResponderEliminarNo creas, yo creo que es más desagradecido que la bici. Te pasas un verano sin patinar y no veas cómo se nota, pero sí, claro, la base supongo que siempre queda. Ya iré contando más cositas sobre esto en las entradas.
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