Los jueves tengo clase de slalom, que no es otra cosa que esas figuritas que se hacen alrededor de los conos, con musiquita de fondo. No es nada fácil pero ayuda un montón a controlar los patines. Lo malo, como descubrí ayer, es que como dejes de practicarlo unos días, retrocedes casi al punto de partida. La de ayer fue una de esas clases frustrantes, que en otras circunstancias o mejor dicho, en otra vida, me hubieran provocado un ataque de hartazgo y una baja amable pero firme en la escuela. En otra vida. Porque en esta, después de unos cuantos años sobre el planeta y el culo extraordinariamente pelao, si de algo estoy convencida es que la combinación de constancia, esfuerzo y resistencia a la frustración genera resultados extraordinarios.
Ayer me convertí, oficialmente, en la última de la clase de slalom, con sensible diferencia de mis compañeros y a considerable distancia de ellos. Sospecho que, a diferencia de mí, ellos han seguido practicando por su cuenta aunque no hubiera clase. No es fácil ser la última. Estás en una fila aparte tú sola, viendo como los demás giran sobre los conos con bastante más soltura, mientras tú te sientes con dos patas de palo, peor aún que el pirata, que a fin de cuentas sólo tenía una, y encima te esmorras dolorosamente contra el suelo cuando intentas hacer algo que en teoría ya te salía. Hasta a la monitora, que es un encanto, sospecho que le da palo tener que ponerme a repetir ejercicios básicos toda la clase, lo cual es un desincentivo adicional. De esas noches oscuras del patín que en otra vida me hubiera llevado a colgarlos, al menos en lo que a slalom se refiere.
El caso es que mientras luchaba, defenestrada, con las dos patas de palo para que hicieran algo y sobre todo, no me estrellaran el coxis, decidí, como he hecho otras veces en otros ámbitos, no tirar la toalla. A estas alturas, después de haber pasado por situaciones parecidas en otros escenarios, sé que sólo tengo que centrarme en seguir con lo que estoy haciendo en ese momento, pasando de todo lo demás. Sé, y esto me lo ha enseñado justamente el patinaje, que aunque hoy sólo perciba torpeza, tropiezos y riesgo de caerme todo el rato, mi cerebro está tomando nota de cada fallo, corrigiendo, interiorizando y que, cuando menos me lo espere y sin saber cómo, de repente me saldrá una cosa que no sé ni cómo he aprendido. Así es como funciona. No hace tanto, en mi otra clase de técnica, la de los martes, nos pusieron a hacer cambios de sentido en marcha. En patinaje, todos tenemos un lado malo, es decir, cuando aprendes una técnica te empieza a salir primero por el lado bueno (generalmente el derecho si eres diestro) y en el malo parece que se concentran tres patas de palo, las dos tuyas y una de vete a saber quién. En los cambios en marcha, yo era literalmente incapaz de girar por el lado izquierdo, me bloqueaba, no había manera. Y de repente, en esa clase, después de haberlo intentado "cienes" de veces otros días, con sus consiguientes dosis de esmorre y frustración, va y me sale. Sin más. Me quedé flipada, hasta el punto de pararme en el sitio y soltar en alto "pero ¿cuándo he aprendido yo esto??" Es tu cerebro, que tiene una parte no consciente que va tomando notas mientras tú sueltas palabrotas por lo bajini, hasta que lo pilla. Ya os podéis imaginar que, a diferencia de ayer, ese día la sonrisa no me cabía en la cara.
Así que no, no voy a dejar el slalom. Aunque no esté dando rueda con bola. Ayer, al terminar la clase, rezumando frustración por las orejas, me dijo mi monitora que le preocupaba que dejara la escuela. Ni de coña, respondí, aquí que voy a seguir como un clavo. A lo que añado, este domingo tengo cita con una compi de clase para practicar por nuestra cuenta. Figuritas a mí...
Es bueno que estés tan motivada. Un beso
ResponderEliminarResistencia a la desmotivación, lo llamaría :-)))
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