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La princesa de la nariz rosa

Ayer, cuatro de abril, fue el último día de la vida de mi niño. Ayer fue mi último día como su mami felina, porque, como leí en algún lado, él no era mi hijo, pero yo si era su madre. Dependía de mí para mi vivir y estar cuidado y ayer fue el último día, de mi vida y la suya, que pude ejercer ese papel.

Tuve que tomar la decisión de que se fuera y no me resultó difícil. La disyuntiva era alargar unos días, tal vez semanas, lo inevitable, para que yo, explicó la veterinaria, pudiera prepararme, o liberarle de su sufrimiento. Opté por lo segundo. Mi niño estaba muy mal, ya no tenía una vida, no podía venir por las mañanas a pedirme su malta y su cepillado, ni acosar a Raven, el verdadero nombre de Jamoncio, ni salir al porche para que le diera el aire libre y el sol que tanto le gustaba. Por no poder, no podía caminar ni tan siquiera beber agua por sí solo. Así que decidí que era el momento de dejarle ir. Cuando entré en la sala, tenía los ojitos llorosos, le habían hecho una resonancia y no sé si le pusieron algún colirio o algo, quizá para despertarle de la anestesia. Saqué un pañuelo de papel de mi bolso y se los limpié con cuidado, como solía hacer cuando tenía una legañita o algo. Fue la última vez que ejercí de mami. Después le besé, le dije cuánto le quería, que pronto le llevaría a casa y le di las gracias por haber estado en mi vida. Se durmió como el angelito que era, sin un suspiro, sin un aspaviento, en menos de un minuto, con muchísima paz.

Mi niño nació un cuatro de abril y se fue un cuatro de abril. Hoy es mi primer día sin él. El primero de una sucesión de dias que me alejará progresivamente, sin miramientos ni piedad, de lo que él fue, lo que significó para mí y el tiempo que compartimos juntos. Como un tronco que dejas de abrazar en el mar y se va alejando de ti para siempre. Tal es la naturaleza de la vida y el precio del amor.

Cuando llegó a casa Ken, así se llamaba mi gordito, era un cachorro de cuatro meses y ya tenía una hermana, la princesa que aún está conmigo. Fue en esos meses, los primeros que compartimos juntos, cuando escribí un pequeño relato que aún conservo. Me parece la manera más bonita de recordarle, publicarlo aquí, en este rincón que casi nadie lee, lo cual es otra bendición, porque si algo necesito en este momento es soledad, recogimiento, un espacio íntimo que aun así me sirva de expresión. El relato se titula La princesa de la nariz rosa y dice así:

Pocos sabían quién era en realidad esa preciosa gata de ojos azules como el agua más pura cuando refleja un cielo libre de nubes. Mirándola, se diría que era eso, una gata muy bonita, de proporciones perfectas, largo pelo sedoso blanco y canela, y una vocecita delicada, propia de una minina de clase alta. Sin embargo, observándola, prestando atención a sus movimientos tan delicados, sus gustos tan exquisitos, que desterraban el abrazo y la caricia torpe y grosera como algo más propio de felinos de baja estofa, se intuía en ella algo difícil de descifrar. Yo la miraba a veces durante mucho rato, hipnotizada por su belleza tan fuera de lo común. Ella me sostenía la mirada con sus ojitos de color aguamarina hasta que, incomodada por mi insistencia, emitía un maullido leve, casi imperceptible, como reconviniendo mi falta de buenos modos al contemplarla de una forma tan intensa.

Ni siquiera su hermano Ken, un gato grandote y dulce como un oso de peluche, estaba al tanto de su secreto cuando llegó, aunque no tardó casi nada en descubrirlo. Como buen gato, dormía de día y vivía de noche, igual que la mayoría de seres nocturnos que dan vida a la oscuridad cuando los humanos y otros entes igual de aburridos dormimos.

Sucedió que una noche, al poco de llegar Ken, cuando todavía era muy pequeño, unos seres diminutos se colaron por debajo de la puerta de entrada. Eran muy raros, planos y de muchos colores, y entraron arrastrándose como sombras por el suelo. Luego salieron volando y revolotearon hasta su hermana Enya, que no pareció sorprenderse lo más mínimo de su presencia.

¿Qué pasa aquí?preguntó Ken, mirándola con unos ojos tan azules como los suyos.

Pero Enya no dijo nada. Así era ella, cuando le apetecía hablaba y cuando no, guardaba silencio. A Ken no le importó porque sabía que aunque llevaba pocos días en casa, ella ya le quería mucho. A menudo le lavaba la carita sujetándosela con las dos patas, y siempre le cedía el sitio a la hora de comer, y también su sillón preferido.

Las sombras de colores empezaron a estallar y Ken las miró con sorpresa. Era un gato muy tranquilo que no se asustaba con nada, por eso no salió corriendo. Hacían un ruido muy raro, plop-plop-plop-plop... Se dio cuenta de que en realidad, no estallaban, sino que se inflaban. Las formas planas se hinchaban de golpe adoptando formas de microgatos de muchísimos colores, rosas, azules, blancos... Igual que mis ratones de peluche, pensó Ken. También son de muchos colores. Pero nunca he visto gatos tan pequeños. Y estos, además, tienen alas.

Así era, los minigatos tenían alitas forradas de purpurina, la mayoría plateadas, pero los había también con plumas blancas y el pequeño Ken se preguntó a cuántos pájaros habrían cazado para hacerse las alas.

 —Son de algodóndijo una minigata preciosa, toda blanquita y con unos grandes ojos de color miel.

 ¿Me has leído el pensamiento?preguntó Ken, asombrado. Aquella noche estaban pasando cosas muy raras.

Pues claro, ¿es que tú no puedes?Ken negó con la cabeza. Pero si eres el hermano de la reina de las hadasafirmó asombrada la pequeña gatita blanca.

 ¿La reina de las...? ¿Quién, mi hermana?

Todos los microgatos dejaron de volar alrededor de Enya para desplazarse hasta Ken. Hablaban todos a la vez, muy revolucionados, haciéndose preguntas unos a otros, ¿no sabe quién es su hermana? ¿no puede leer el pensamiento? ¿pero de dónde ha salido éste? qué gato más raro...

Entonces Enya les llamó al orden:

Dejad al pequeño osito, váis a asustarle.

Y todos los microgatos guardaron silencio inmediato, haciendo una profunda reverencia ante su alteza real.

Oye, que yo no soy ningún oso, soy un gatodijo Ken, todo ofendido. Los minigatos se llevaron las manos a la cabeza al oírle hablar a la reina en ese tono.

Pues claro que eres un gatorespondió Enya dulcemente—pero te llamo osito de cariño.

Ken se quedó un momento pensando.

—Eso es como cuando mamá humana dice que soy una bolita de algodón y que me va a comer entero y no va a dejar ni las orejitas, ¿no?

Exacto, no lo dice en serio, sólo es una manera de expresar lo mucho que te quiere.

 Ah...

 Ken extendió una pata y le dio a un microgato, que se desplazó como un globo por el impulso.

 ¡Eh!dijo el minifelino, todo enfadado. Era rojo como un tomate y tenía alas plateadas.

Pero Ken se entusiasmó con el descubrimiento y se lanzó a dar con la pata a todos los minigatos, que se desplazaban como pompas de jabón, en todas direcciones.

¡Qué divertido!

La reina de las hadas se partía de risa viendo al pequeño Ken tan emocionado. 

Deja ya de darnos con la pata, ¡que nos vamos a marear!chillaban las pequeñas formas con voces agudas. Pero el osito de la casa no podía parar.

Se oyó el sonido de unos pasos en zapatillas.

¡Es mamá humana!chilló Ken. ¡Nos va a pillar!

Se encendió la luz y los minigatos se esfumaron, haciendo otra vez plop-plop-plop pero en esta ocasión tan deprisa que a mamá humana no les dio tiempo a verlos. Todos los felinos, incluso los gatos-hada, saben que los humanos ven, oyen y ofaltean bastante mal, así que juegan con ventaja. A menudo se preguntan cómo pueden los hombres vivir con unos sentidos tan poco desarrollados.

¿Qué estáis haciendo, trastitos? Con vosotros dos no hay forma de pegar ojo...

A Ken le gustaba mamá. Siempre era tan cariñosa con ellos... incluso cuando hacían trastadas o no la dejaban dormir, como ahora. Enya también la quería mucho, la seguía siempre por todas partes. Menos cuando los gatos-hada venían a visitarla, claro.

Mamá humana le cogió en brazos.

Mi pequeño Ken, te quiero muchodijo, besando su cabecita peluda.

Ken cerró los ojos y se dejó mimar. Le encantaba que le hicieran cariñitos. Mamá lo dejó en el sofá, sobre la mantita en la que solía dormir Enya.

Y a ti también, princesadijo, cogiendo a su hermana. Mi preciosa, preciosa Enya. Eres la princesa de la nariz rosa. Y besando también su cabecita, la puso delicadamente al lado de su hermano.

Y ahora, dejadnos dormir, ¿eh?pidió mamá dulcemente. Que mañana hay que trabajar para poder comprar ese pienso tan rico que coméis.

Y apagando la luz, regresó al dormitorio.

Ken se quedó en silencio unos momentos con su hermana. Luego le preguntó, en voz baja, si iban a volver los gatos-hada.

Esta noche nocontestó ella. Hacen mucho ruido y ya has oído a mamá.

Te ha llamado princesadijo, Ken. Pero eres una reina. La reina de las hadas.

asintió Enya. Pero también soy la princesa de la nariz rosa. Ya sabes que los reyes tenemos muchos títulos.

Ah... - dijo Ken. Y se quedó callado, pensando, hasta que al rato volvió a preguntar.

Y yo, ¿qué soy?

¿Cómo que qué eres?

Si soy tu hermano, también seré un rey o algo, ¿no?

La princesa de la nariz rosa se echó a reír.

Claro que sí. Tú eres el rey de la casa.

Ken se puso muy contento con la respuesta de su hermana. Pero todavía le quedaba otra pregunta.

Oye, hermanita.

¿Sí?

¿Qué es un hada?

 

Descansa en paz, mi gordito. Te querré con todo mi corazón todos los días de mi vida. ❤️
Patinadora, jurista, escritora, lectora, amante de la artesanía, hermana, pareja, amiga y humana en manada perruna y clan felino. No necesariamente por ese orden.

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